
Madrugada helada de invierno.
Escuadrón San Lorenzo, del Regimiento de Granaderos a Caballo.
La diana me despierta violentamente.
Salto sobre mis botas
y veinte segundos después de despertar
me encuentro vestido.
-Terán, a las caballerizas! - grita el zumbo predecible y chueco.
Tengo que caminar casi cien metros
hasta las cuadras donde dormitan
los caballos militares. Suficiente tiempo
para tomarme un frasco entero de Torfan H,
poderoso broncodilatador a base de codeína
y dextrometorfano que conseguí durante el franco.
Al llegar a las caballerizas
enciendo un porro a pesar de las náuseas
que trae el Torfan, y levanto del piso
un gran cepillo con mango, que se usa
para barrer las camas de aserrín de las bestias.
Lo uso como bastón.
Hago bien, porque unos minutos después
mis piernas no quieren sostenerme más.
Pero con el cepillo bastón, todo va bien. Incluso camino.
Saludo lacónicamente al 22, Sacarina, rascándole la tabla.
Es el caballo que me han asignado
y con el que ha surgido cierto afecto mutuo,
aunque es mañoso y desconfiado.
Observo detenidamente un bloque aplastado
de aserrín y bosta que ha quedado en el box de Sacarina;
el caballo seguramente lo ha pisado durante la noche
y ha tomado una forma plana.
En esa superficie plana se me enciende
una especie de pantalla de televisión
y veo pasar unos dibujos animados:
loops de simples patos amarillos, de izquierda a derecha.
Estoy tan interesado en este colorido espectáculo
que tardo varios minutos en percibir que tengo
los maxilares abiertos al máximo,
y que por más que imparta órdenes
a los músculos de mis carrillos,
mi boca sigue abierta, y yo, inmóvil y babeando.
Las ventanas del gran edificio de las caballerizas
están constituidas por cientos de ladrillos sucios
de vidrio, cuadrados, de unos veinte centímetros de lado.
Uno, sólo uno de los ladrillos falta, y por este agujero
se cuelan 400 centímetros
del cielo matinal más azul imaginable:
Azul que sólo ven los ojos nuevos.
Como un puñetazo, me golpea en la nariz
el exquisito aroma de la masa plástica
con la que jugaba en el jardín de infantes.
Todo eso de la mano de aquel primer cielo nuevo
que se entreveía por la ventana del aula.
Junto al aroma, y como un huracán, todo lo demás:
permanezco un breve infinito de tiempo en mis cuatro años.
Mi regresión parece ser completa,
desde la percepción de mi cuerpo hasta
la indescriptible alegría de la vitalidad cerebral total.
Juego en las caballerizas.
Un tiempo más tarde, el maestro desaparece.
