jueves, 7 de enero de 2010

TERAN - El niño corredor



La zona costera de Núñez,
allí donde hoy corre la autopista Lugones
y más allá hacia el río,
era en los años 30 del siglo XX,
aun zona silvestre.

Existían allí precarios reparos
de las inclemencias, algo así
como pequeñas chozas
y en ellas sobrevivían
algunos grupos de personas.

Un niño de unos seis años
corría como un conejo
desnudo por los barriales.

Se sabía ya infalible
en el arte de arrojar piedras
al punto de haber desmayado
en una ocasión
a un pequeño burro
(víctima inocente
de un lanzamiento
justo e inocente también,
como una Intifada)

Entonces, lo justo
era apedrear con pericia
serena y violenta
a aquel automóvil negro y lujoso
que invadía su selva de barro.

El cascote elegido fue
un poco demasiado grande, quizás
para el bracito escuálido del niño
y se estrelló tres centímetros
bajo el vidrio del acompañante
haciendo saltar la pintura impecable.

-La próxima, le reviento los vidrios!
pensó el niño, un poco desilusionado,
y un minuto después había olvidado el asunto
para seguir corriendo, descalzo y veloz.

...

La dama de beneficencia del gran sombrero
habló indignada a la mujer mulata e indolente:

-Los chicos aquí, son carne de presidio!
Hay que llevarlos a los orfanatos.
Son delincuentes formados
ya en la primera infancia...
Sin ir más lejos, hace un rato
un verdadero niño asesino
nos atacó con una enorme piedra
que si lograba su objetivo, nos mataba...
Mire nomás cómo quedó la puerta del Ford!

...

En ese preciso instante
entró en aquella choza
el niño corredor Eduardo Terán
para ver si su madre
había conseguido algo de comer.

No se discutió mucho más.

...

Quince años después, Eduardo
joven de veintiún años
pulcro e impecable en su austeridad
era despedido del orfanato
y lanzado a la vida de la ciudad.

Caminando sin rumbo fijo
(libre por primera vez en tres lustros!)
escuchó una música
y se dejó llevar por ella:
así llegó a una centralita de bomberos
que mantenía, a la usanza de la época,
una pequeña fanfarria.

Curioso, como extranjero que era
en su propia ciudad,
hizo mil preguntas
y el jefe de bomberos
le eligió al fin
un abollado bombardino.

Lo estudió, y pronto
formó parte de la banda.

Una cadena de bendiciones
(que alguna vez detallaré)
lo acercó luego al violoncello
y su vida musical fue larga,
bella y fructífera.

La música, para mi padre,
fue literalmente un ángel
que lo tomó aquella tarde
por los hombros
y lo alzó, salvándolo del infierno.

Así nos lo ha transmitido
a todos los que lo seguimos
y es ese espíritu de bendición
el que nos empuja aún.